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cerradura tan inteligentemente hecha como ésta. Es de combinación. La caja es
hermética. No hay espacio para meter un instrumento, ni para tantear. Y el maldito
dispositivo tiene palancas, en lugar de cilindros. Jamás hubo una cerradura como ésta en
el Sistema.
Volvió a escuchar atentamente los ligeros chasquidos de la cerradura, apoyando las
yemas de sus dedos sensibles contra la caja, primero en un lugar, después en otro, como
si la vibración pudiera revelar el funcionamiento del mecanismo interior.
¡Benditos sean mis pobres viejos huesos! murmuró . ¡Una sagaz idea! Si
estuviéramos en el Sistema, la patente de este invento me haría ganar toda la fama y la
riqueza que me fueron negadas. Una cerradura que desafía incluso el talento de Giles
Habibula.
Bruscamente resopló, agachándose.
¡Bájenme! ¡Se acerca un monstruo espantoso!
Lo bajaron al suelo. Arriba, una colosal semiesfera verde flotó sobre la reja. Era una
masa voluminosa de carne brillante, viscosa, traslúcida, que palpitaba con una extraña
vida lenta. Un ojo inmenso les miró con tanta fijeza que John Star tuvo la impresión de
que debía de estar leyéndoles el pensamiento.
Un tentáculo oscuro dejó caer entre las rejas cuatro pequeños ladrillos pardos. Eric
Ulnar salió de su apatía y se apoderó de uno de ellos, para roerlo ansiosamente.
Comida gimió . Esto es todo lo que nos dan.
John Star descubrió que se trataba de un cubo de gelatina oscura, húmeda. Tenía un
extraño olor desagradable y carecía de sabor.
¡Comida! se lamentó Giles Habibula, mordiendo otro de los cubos . ¡Ay, por
amor a la vida! Si a esto lo llaman comida, yo prefiero devorar mis botas, como lo hice en
la prisión de Marte.
Pero hemos de comer intervino Jay Kalam . Aunque no sea apetitoso.
Necesitamos reunir fuerzas.
Finalmente la inmensidad verdosa y palpitante que era su carcelero se alejó flotando de
la reja. Entonces alzaron a Giles Habibula para que reanudara su lucha con la cerradura.
De vez en cuando dejaba escapar un murmullo de exasperación. Absorto en el trabajo,
respiraba con lentos suspiros. Su rostro se cubrió con una película de transpiración, y ésta
brillaba bajo la tenue luz verde que se filtraba entre los barrotes.
De pronto, se escuchó un chasquido más fuerte. Volvió a suspirar y apretó la cara
contra las rejas. Después sacudió la cabeza y susurró:
Por amor a la vida..., ¡bájenme!
¿No puedes abrirla? preguntó John Star, con ansiedad.
¡Ah, muchacho! ¿Aún tienes dudas? dijo, tristemente . ¡Qué precio hay que
pagar por un extraordinario chispazo de genio! Todavía no se inventó una cerradura que
Giles Habibula no pueda abrir. ¡Aunque muchos cerrajeros ambiciosos lo han intentado!
¿Entonces está abierta?
¡Ah, sí! Acaban de descorrerse los pestillos. La puerta ya no está cerrada con llave.
Pero no la abrí.
¿Por qué?
Porque ese pavoroso monstruo está a la expectativa, allí, en el salón. Flota inmóvil
sobre un dispositivo endemoniadamente raro, que descansa sobre un trípode de metal
negro. Sus perversos ojos purpúreos observarían cualquiera de nuestros movimientos.
¿Un trípode? chilló Eric Ulnar, con la voz agitada por otro acceso de histeria .
¿Un trípode? Ése es el aparato que utilizan para la comunicación. Lo han traído
nuevamente, para obligarme a arrancar el secreto de Aladoree. ¡Nos matarán cuando ella
lo revele!
21 - El monstruo del salón
Álzame dijo John Star, y las manazas de Hal Samdu lo levantaron.
Entre los barrotes metálicos alcanzó a ver las paredes y el techo del vasto salón,
demasiado ancho y demasiado alto para la escala de las necesidades humanas.
Totalmente construido con la aleación mortalmente negra, estaba iluminado por pequeñas
esferas verdes y brillantes alineadas a lo largo de la parte media del techo.
El medusa estaba a la vista, flotando sobre la celda y un poco hacia el costado. Los
tentáculos colgaban de su cuerpo como las serpientes que formaban la cabellera de la
Gorgona. Junto a él estaba el mecanismo montado sobre el trípode. Tres patas pesadas,
puntiagudas, sostenían un recipiente del que salían cables rematados por pequeños
objetos que debían de ser electrodos y micrófonos, destinados a captar la voz de Eric y
las vibraciones telepáticas de los medusas. El gigante lo bajó, obedeciendo a una seña.
Tenemos una posibilidad susurró . Si no hay otros cerca y nos damos. suficiente
prisa.
Les relató lo que había visto y describió su plan. Jay Kalam asintió con la cabeza.
Discutieron los detalles, hasta el último movimiento, con murmullos rápidos y apagados.
Entonces Jay Kalam dio la orden, y Hay Samdu alzó otra vez a John Star. Entonces el
legionario deslizó veloz y silenciosamente la reja hacia atrás, y en seguida estuvo de pie
en el salón superior. Sin perder un segundo saltó hacia el trípode.
Mientras tanto, Jay Kalam salía detrás de él impulsado por los brazos de Hal Samdu, y
apenas estuvo fuera, ayudó a su vez a subir a éste.
Un instante después de haber abierto la reja, los tres legionarios estaban trabajando
con prisa feroz para desmembrar el trípode. Aun así, el medusa vigilante ya se había
movido. Su masa verde se desplazó con rapidez hacia ellos, mientras los finos apéndices
negros restallaban como serpientes coléricas.
Hal Samdu desarticuló el intercomunicador. Luego le arrojó una de las pesadas patas
puntiagudas a John Star, otra a Jay Kalam y él conservó la tercera, que todavía tenía
adherida al recipiente negro, blandiéndola como si fuera una gran maza metálica.
Empuñando la pata puntiaguda a modo de pica, John Star arremetió contra el ojo
purpúreo.
Lo fulminó un terror instintivo, el mismo pánico que ya había experimentado en dos
oportunidades anteriores frente a aquellos ojos luminosos. Sintió escalofríos, y la fría
impresión del sudor súbito. Algo le frenó el corazón y la respiración; algo le paralizó los
músculos. Era la inmovilidad del terror instintivo, la vieja herencia de algún antepasado
que había encontrado salvación en la inmovilidad. Útil, tal vez, en una criatura demasiado
pequeña para entablar combate y demasiado lenta para huir. Pero, en aquella situación,
significaba la muerte.
Había previsto tal reacción. Se había preparado para resistirla. Sólo se dejaría
gobernar por el cerebro, y no por el instinto.
Permaneció paralizado durante apenas un instante. Después su cuerpo entumecido
respondió a los nervios que le azuzaban desesperadamente. Siguió avanzando, con la
punta metálica en alto.
El medusa había sacado todo el provecho posible de la demora. El látigo negro de un
tentáculo, fino como un dedo, pero cruelmente duro, despiadadamente poderoso, se
enroscó en torno de su cuello y lo estranguló con fuerza implacable.
A pesar de ello, John Star continuó la embestida. Mientras resistía el dolor feroz de su
garganta, completó la acometida hacia delante y el giro hacia arriba, poniendo en ello
hasta el último átomo de su peso y su fuerza.
La punta llegó al ojo, desgarró la membrana exterior y se hundió a fondo en el siniestro
pozo purpúreo. Brotó una burbuja oscilante de gelatina clara, acompañada por un torrente
de sangre negruzca, y la vasta cavidad quedó hundida, inutilizada, más sobrecogedora
que nunca.
El tentáculo aumentó bruscamente la tremenda presión que ejercía sobre su laringe, y
luego lo arrojó con una violencia que casi le fracturó las vértebras, dejándolo caer,
aturdido y ciego, sobre el piso de metal.
Con obstinación, despreciando el peligro y el dolor, John Star trató de conservar el
conocimiento y se aferró a su arma. Volvió a incorporarse aun antes de poder ver bien,
con una vaga conciencia de los golpes que asestaba la maza cíe Hal Samdu: fuertes
impactos sordos contra la carne invertebrada y palpitante.
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