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adivinar lo cínica que era ella, y Francie volvió a dirigir la suya hacia sus compañeros,
que se retiraban.
-Se van a cenar; no deberíamos entretenernos -dijo.
-Bueno, como se vayan a cenar tendrán que comerse las servilletas. La cena la encargué
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yo y sé cuándo va a estar lista -replicó George Flack-. Además, no van a cenar, van a pa-
sear por el parque. No se preocupe, no vamos a perderlos. ¡Ojalá! -añadió el joven,
sonriendo.
-¿Ojalá?
-Me gustaría sentir que está usted bajo mi protección personal.
-Pues yo no veo que haya ningún peligro -dijo Francie, reanudando la marcha. Empezó
a seguir a los demás, pero al cabo de unos pocos pasos volvió a detenerla.
-Se niega usted a confiar. Ojalá creyera lo que le digo.
-No me ha dicho usted nada -y dándole la espalda se puso a contemplar la espléndida
vista. -Me encanta el paisaje -añadió al instante.
-¡Ah, que le aspen al paisaje! Quiero decirle algo sobre mí..., si es que puedo hacerme
la ilusión de que va a interesarle -el señor Flack había hincado el bastón, a la altura de la
cintura, en el muro inferior de la terraza, y apoyándose contra él se puso a dar vueltas
suavemente a la punta con ambas manos.
-Me interesaré si consigo entenderlo elijo Francie.
-Le será muy fácil entenderlo, si lo intenta. Hoy me han llegado unas noticias de
América que me han alegrado mucho. El Eco ha dado un salto.
No era esto lo que Francie se esperaba, pero era mejor.
-¿Ha dado un salto? -repitió.
-Ha subido de golpe. Está en los doscientos mil.
-¿Doscientos mil dólares? -dijo Francie.
-No, señorita Francie, ejemplares. Hablo de la tirada. Pero los dólares también están
subiendo. -¿Y van todos a parar a usted?
-¡Muy pocos! Ojalá; son una agradable posesión.
-Entonces ¿no es suyo? -le preguntó, girándose hacia él. Fue un impulso de simpatía lo
que la llevó a mirarle en este momento, pues sabía lo mucho que deseaba el éxito de su
periódico. En cierta ocasión le había dicho que tenía tanto afecto a El Eco como el que le
había tenido a su primera navaja.
-¿Mío? ¡No me estará diciendo que supone que soy el dueño! -exclamó George Flack.
La luz que proyectaban estas palabras sobre la inocencia de la joven fue tan intensa que
ésta se sonrojó, y él siguió diciendo, con más ternura-: Tiene gracia cómo dan por
sentado usted y su hermana ese tipo de cosas. ¿Se creen que la propiedad le crece a uno
encima, como un bigote? Bueno, en el caso de su padre parece que así ha sido. Si fuera el
dueño de El Eco no estaría perneando por aquí; volcaría mi atención en otra rama del
negocio. Es decir, atendería a todas, pero no iría por ahí con la carretilla. Pero voy a
hacerme con él, y quiero que usted me ayude -continuó el joven-; precisamente de eso
quería hablarle. El Eco ya es cosa seria, y tengo la intención de que lo sea aún más: los
ecos de sociedad más universales que ha visto el mundo. Ahí es donde está el futuro, y el
hombre que primero se dé cuenta será el hombre que se haga de oro. Es un campo abierto
a iniciativas perspicaces que aún no se ha empezado a labrar.
Siguió hablando, resplandeciendo, casi de repente, con su idea, y uno de los ojos se le
cerró a medias con aire de complicidad, cosa habitual en él cuando hablaba de corrido. El
efecto habría resultado cómico para un oyente..., esa mezcla de tono panfletario y acentos
de pasión. Pero a Francie no le resultó cómico; sólo pensó, o supuso, que era una prueba
del modo que tenía el señor Flack de verlo todo en sus más amplios aspectos.
-Quedan por hacer diez mil cosas que no se han hecho, y yo las voy a hacer. Los ecos
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de sociedad de cada rincón del globo, suministrados por las figuras prominentes en perso-
na (Ah, se les puede comprar, ¡ya lo verá!), servidos día a día y hora a hora con todos los
desayunos de Estados Unidos: eso es lo que quiere el pueblo americano y eso es lo que va
a recibir el pueblo americano. No le diría a todo el mundo, pero a usted no me importa
decírselo, que considero que intuyo como el que más cuál va a ser allí la demanda del
futuro. Yo voy a tirar por los secretos, por la chronique intime, como dicen aquí; lo que
quiere la gente es justo lo que no se cuenta, y yo voy a contarlo. ¡Ah, sin duda, van a
recibir perlas cultivadas! Además, ya no vale eso de clavar una señal de «privado»
pensando que uno se puede ceñir la plaza para sí solo. No se puede; no se puede impedir
la entrada a la luz de la Prensa. Así que lo que voy a hacer es instalar la lámpara más
grande que jamás se ha visto y conseguir que luzca en todas partes. ¡Ya veremos entonces
quién es el reservado! Haré que sean ellos mismos los que vengan en tropel a dar
información, y, como le digo, señorita Francie, es una tarea en la que usted me puede dar
un empujoncito estupendo.
-Bueno, no veo cómo -dijo con toda franqueza Francie-. No guardo ningún secreto -
hablaba alegremente, porque estaba aliviada; pensó que había vislumbrado lo que quería
de ella. Era mejor de lo que se había temido. Puesto que no era dueño del gran periódico
(la idea que se hacía la joven de estas cuestiones era de lo más vaga), lo que quería era
llegar a poseerlo, y Francie tenía suficientemente claro que para ello hacía falta dinero.
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