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No quiere decir esto que el único amor de mi vida se hubiera borrado de mi
imaginación, ni siquiera empalidecido. No es eso. Continua Laura en mis
pensamientos cuando me marché de Inglaterra, ora volvía con ellos a mi
patria. No tengo por qué añadir más palabras a lo qué ya ha pasado.
Continuaré esta historia si tengo valor y fuerzas para ello.
Al llegar a Londres, mis primeros deseos fueron los de abrazar a mi madre
y hermana. Les envié dos líneas dándoles cuenta de mi llegada, y me dirigí
por la mañana a mi pequeña casa de Hampstead. Después de las
expansiones de los primeros momentos, vi en los ojos de mi madre algo
que me encogió el corazón, a pesar de la gran alegría que experimentaba al
verme. Vi en ellos una tristeza infinita, y me dolió gravemente verla en
aquellos ojos que tanto me querían. Mi madre estaba enterada de la causa
de mi eterno dolor y sabía el triste fin por que había pasado mis esperanzas.
No sintiéndome capaz de soportar por más rato la impaciencias, le
pregunté:
¿Tiene algo que decirme?
Silenciosamente, se levanto mi hermana y salió de la habitación. Mi madre
acercóse a mí, me abrazo con ternura y me dijo con los ojos empañados por
el llanto:
Walter, querido hijo mío, se me destroza el corazón al pensare en lo que
vas a sufrir. Has perdido a una persona querida entrañablemente por ti, y,
sin embargo, yo vivo todavía.
Anonadado, deje caer mi cabeza sobre sus hombros. Todo lo había perdido.
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Era el 16 de octubre. La tercera mañana después de mi llegada. Durante
ellos dos días de mi permanencia en Inglaterra, viví en la casa de campo,
intentando que mi amargura no envenenara la alegría de mi madre, pero
todo era inútil. Mis calenturientos ojos no se refrescaron, con las lágrimas,
y mi profundo dolor no podía aliviarse con el cariño de aquellos dos seres
tan queridos. Aquel día no pude mas y les dije:
Les ruego que me dejen visitar los lugares donde la vi por primera vez.
Necesito rezar ante su tumba, para que me dé valor para vivir y soportar mi
desgracia.
Así, partí para Cumberland. Marché directamente desde la estación hasta el
cementerio. Me parecía imposible que después de aquella catástrofe
continuara imposible la naturaleza. No podía comprender que el aire
continuara siendo tan suave como cuando ella lo respiraba, y que los
paisajes fuesen tan bellos como cuando ella los admiraba con aquellos ojos
queridos.
Al rodear el camino, descubrí la iglesia gris y el pórtico donde estuve
escondido un atardecer. Allí hallábase la cruz blanca que guardaba bajo su
pie a la madre y a la hija. Rápidamente me acerqué a ella y por primera vez
desde mi llegada se llenaron mis ojos de lágrimas. No pude leer más que
estas palabras: «Consagrada a la memoria de Laura...» Y, sin embargo, yo
no veía aquellas líneas. Veía tan sólo aquella bellísima cabeza rubia que
tanto amaba, pronunciando las palabras de despedida y rogándome que la
abandonara.
Me arrodillé ante la lápida y apoyé mi cabeza en la cruz. ¡Oh, mi querida
Laura! ¡Me ha acompañado tu recuerdo al otro lado del mundo, y me
acompañará en éste hasta que Dios nos reúna en otro mundo mejor. ¡Oh,
Laura, Laura mía!
Embargado por mi amargura, no me di cuenta de cómo avanzaba el tiempo.
La tarde había declinado y avanzaban en el cielo las sombras de la noche.
Tampoco me di cuenta que dos mujeres entraban en el cementerio y se
detenían al verme. Luego continuaron avanzando. Las dos llevaban el
rostro cubierto por un velo. En una de ellas, al levantárselo, reconocí al
punto el simpático semblante de Marian Halcombe. ¡Pero qué cambiada
estaba! Parecía haber envejecido diez años. Estaba tan demacrada que se
acentuaban todavía más sus pronunciados rasgos. Sus ojos tenían una
expresión extraña. Me acerqué para saludarla, pero ella continuó inmóvil.
Sin embargo, su compañera continuó acercándose a mí lentamente. De
pronto habló Marian. Su voz no había cambiado; era la misma de siempre.
Cayó de rodillas murmurando estas palabras:
¡Dios mío, protégenos a todos¡ y en voz más baja continuó : ¡Mi
visión, mi visión¡
La otra mujer continuó avanzando. Como un sonámbulo, veía que se
acercaba a mí y dudaba si estaba loco o no. No nos separaba ya más que la
tumba. Sobre la piedra que decía:
«Consagrada a la memoria de Laura...», se levantó el velo. Con sus
inolvidables ojos azules fijos en mí, me miraba Laura.
CONTINÚA LA HISTORIA RELATADA POR WALTER HARTRIGHT
I
Al cabo de una semana transcurrida después de haber escrito la última página,
abro un nuevo período entre el bullicio y estruendo de una calle de Londres. Es
populosa, y el barrio pobre. He alquilado con nombre supuesto una modesta casa
de dos pisos, cada uno con tres habitaciones. El piso bajo lo ocupa un modesto
vendedor de periódicos. Yo ocupo el segundo, y el primero dos mujeres que
pasan por hermanas mías. Momentáneamente me gano el pan dibujando y
haciendo xilografías para la Prensa. Mis hermanas, al parecer, me ayudan con sus
labores. El domicilio, los falsos nombres y las pretendidas ocupaciones no son
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