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La sierra chirriaba sobre el cuerno de buey. Cuando quedó dividido, el barbero tendió la
parte afilada a Gournay, quien la examinó y hundió en ella el atizador al rojo. Un acre olor apestó
de pronto la pieza. El atizador surgió por la punta quemada del cuerno. Gournay lo volvió a poner
en el fuego. �Cómo quer�an que durmiera el rey con todo ese traj�n? �Lo hab�an apartado del pozo
de las carro�as para que oliera el cuerno quemado? De repente Maltravers, que continuaba sentado
mirando a Eduardo, le preguntó:
-�Ten�a tu Despenser, a quien tanto quer�as, el miembro sólido?
Los otros dos se mor�an de risa Al o�r este nombre. Eduardo sintió como si le desgarraran
las entra�as y comprendió que lo iban a ejecutar en seguida. �Se aprestaban a darle la misma atroz
muerte que a Hugh el joven?
-�Vais a hacer eso? �Vais a matarme? -exclamó incorpor�ndose de pronto en la cama.
-�Matarte nosotros, sire Eduardo? -dijo Gournay sin volverse siquiera-. �Qui�n te ha dicho
esto? Nosotros tenemos órdenes. Bonum est, bonum est...
-Vamos, acu�state -dijo Maltravers.
Pero Eduardo no se acostó. Su mirada, desde su calva cabeza, iba de la nuca de Tomas
Gournay al largo rostro de Maltravers y a las sonrosadas mejillas del barbero. Gournay sacó del
fuego el atizador y examino la extremidad incandescente.
-�Towurlee! -llamó-. �La mesa!
El coloso, que esperaba en la pieza contigua, entró llevando una pesada tabla. Maltravers
cerró la puerta y dio una vuelta a la llave. �Por qu� esta tabla, esta gruesa plancha de encina, que
sol�an poner sobre los banquillos? Pero en la pieza no hab�a ning�n banquillo. Entre tantas cosas
extra�as que pasaban alrededor del rey, esa tabla llevada a brazos de un gigante era el objeto mas
insólito y espantoso. �Cómo se pod�a matar con una tabla? �ste fue el �ltimo pensamiento claro
que tuvo el rey.
-�Vamos! -dijo Gournay haciendo una se�a a Ogle.
Se acercaron, uno por cada lado de la cama, se lanzaron sobre Eduardo y lo pusieron cara
abajo.
-�Ah, bribones, bribones! -gritaba-. �No, no vais a matarme!
Se agitaba, se revolv�a, y Maltravers tuvo que echar una mano; los tres eran poco y el
gigante Towurlee no se mov�a.
-�Towurlee, la tabla! -gritó Gournay.
Towurlee se acordó de lo que le hab�an ordenado. Levantó la enorme tabla y la puso
atravesada sobre la espalda del rey. Gournay le bajó las bragas al prisionero, que se desgarraron de
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Librodot
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Librodot Los Reyes Malditos V  La loba de Francia Maurice Druon
tan usadas como estaban. Era grotesco y miserable descubrir de esta forma el trasero del rey, pero
los asesinos no estaban ahora para risas.
El rey, medio atontado por el golpe y ahog�ndose bajo la madera que lo hund�a en el
colchón, se resist�a, pataleaba. �Cu�nta energ�a ten�a a�n!
-�Towurlee, suj�tale los tobillos! �No, as� no, separados! -ordenó Gournay.
El rey consiguió sacar la nuca de debajo de la plancha, y volvió la cara de lado para tomar
un poco de aire. Maltravers le apretó la cabeza con las dos manos. Gournay agarró el atizador, y
dijo:
-�M�tele el cuerno ahora, Ogle!
El rey Eduardo tuvo una contorsión violenta, desesperada, cuando el hierro al rojo le
penetró en las entra�as; el alarido que lanzó atravesó los muros de la torre, pasó por encima de las
losas del cementerio y despertó a la gente del burgo. Y los que oyeron aquel largo, l�gubre y
espantoso grito tuvieron en el mismo instante la seguridad de que acababan de asesinar al rey.
A la ma�ana siguiente, los habitantes de Berkeley subieron al castillo para informarse. Les
dijeron que, en efecto, el antiguo rey hab�a fallecido repentinamente durante la noche lanzando un
estentóreo grito.
-Venid a verlo, si, acercaos -dec�an Maltravers y Gournay a los notables y al clero-. Ahora
lo vamos a amortajar: entrad, todo el mundo puede entrar.
Y la gente del burgo comprobó que no hab�a ninguna se�al de golpe, llaga o herida en aquel
cuerpo que iban a lavar y al que nadie intentaba esconder.
Tomas Gournay y Juan Maltravers se miraban; hab�a sido una brillante idea eso de meter el
atizador a trav�s del cuerno de buey; verdaderamente un asesinato sin huellas; en ese tiempo tan
fecundo en materia de asesinatos, pod�an enorgullecerse de haber descubierto un m�todo perfecto.
�nicamente les inquietaba la s�bita e inopinada partida de Tomas de Berkeley, antes del
alba, con el pretexto, seg�n hab�a hecho decir por su mujer, de un asunto en otro castillo. Y luego
ese Towurlee, el coloso de cabeza peque�a, que refugiado en el establo y echado en el suelo,
lloraba desde hacia varias horas.
Gournay partió a caballo el mismo d�a hacia Nottingham, donde se encontraba la reina, para
anunciarle la muerte de su esposo.
Tomas de Berkeley estuvo ausente durante una buena semana, y se dejó ver en varios
lugares de los contornos, para acreditar que no se hallaba en su castillo en el momento de la muerte.
Al regresar, tuvo la desagradable sorpresa de encontrar todav�a el cad�ver. Ning�n monasterio de
los alrededores hab�a querido cargar con �l; y Berkeley tuvo que guardar el cad�ver en el ata�d
durante un mes. Por lo cual. siguió cobrando sus cien shillings diarios.
Ahora todo el reino conoc�a la muerte del antiguo soberano; extra�os relatos, que no se
apartaban mucho de la verdad, circulaban a este respecto, y se dec�a que el asesinato no llevar�a
felicidad a los que lo hab�an realizado, ni, por muy altos que estuvieran, a los que lo hab�an
ordenado.
Por f�n, un abad fue a hacerse cargo del cuerpo en nombre del obispo de Gloucester, que [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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