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-¿Hace mucho tiempo que estás en Aguirreche?
-Sí, ya va a hacer mucho tiempo.
-¿Cuántos años tienes?
-Dieciocho.
-Tus padres están en un caserío de la familia Aguirre, ¿verdad?
-Sí, señor.
-¿Les tienes cariño a los de tu casa?
-Sí, señor. -¿A la señora y a las señoritas?
-Sí, señor.
-¿Y al señorito Juan?
-También.
Y la muchacha se ruborizó. Yo continué con mis preguntas.
-¿No quieres marcharte de Aguirreche?
-No, señor.
-¿No tienes confianza en mí?
La muchacha me miró extrañada, preguntándose, sin duda, por qué le dirigía estas cuestiones. Yo seguí
el interrogatorio. -Digo si tienes confianza en mí. Si crees que soy un hombre malo.
-¡Un hombre malo! No, no, señor.
-¿Entonces tienes confianza en mí? ¿No crees que yo te quiera hacer daño?
-No, no, señor; yo no he dicho eso.
-Ya sé que no lo has dicho; te lo advierto para que sepas que soy tu amigo, que te quiero bien.
¿Comprendes?
-Sí, señor. Entonces ya le dije claramente lo que tenía que decirle.
-Tú has tenido amores con el señorito Juan, verdad?
-No, no, señor.
-¡Para qué negarme la verdad! Tú has tenido amores con él, y lo que te pasa es la consecuencia natu-
ral... ¿Comprendes?
La Shele calló y bajó la cabeza.
-¿Te prometió casarse contigo? ¿Te engañó?
-No, no me engañó; no me prometió nada.
-¿Sabe en qué estado te encuentras?
-No, no lo sabe.
-¿Y por qué no se lo dijiste antes de que se marchara?
-Me daba vergüenza. La muchacha ocultó la cara entre las manos y comenzó a llorar en silencio.
-¡Ay ené! -decía de cuando en cuando, sofocando un suspiro.
Yo la contemplaba emocionado.
-Bueno, cálmate -la dije-. Aquí el único que sabe tu estado soy yo. ¿Qué piensas hacer? Vale más que
te resuelvas pronto, antes de que noten tu estado. ¿Comprendes?
-Sí, señor.
-¿Qué te parece que hagamos? ¿Le escribimos a Juan?
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Las inquietudes de Shanti Andía
Pío Baroja
-Bueno.
-¿Sabes sus señas?
-Sí; va de Cádiz a Filipinas en un barco.
-¿No sabes más?
-No.
-Debías enterarte del nombre del barco.
-Bueno. Ya me enteraré.
-Y mientras llega la carta y la recibe, si es que la recibe, ¿qué piensas hacer? ¿Ir al caserío?
-No; al caserío, no. Mi padre y mis hermanos me pegarán.
-Entonces, ¿quieres que yo se lo diga a la señora para ver qué decide?
-No, no. ¡Ay ené!
-Pues ¿qué vas a hacer? ¿Adónde vas a ir?
-No sé.
La Shele miraba al suelo y suspiraba. Las lágrimas corrían por sus mejillas.
Yo, algo impaciente, me levanté y la dije:
-Nada, tú decidirás. Yo ya te he indicado lo que te puede pasar. No sé qué aconsejarte.
La muchacha suspiró más fuerte, y viendo que me disponía a salir, me detuvo.
-No, no me deje usted.
-¿Qué quieres que haga?
La Shele pensó un momento y dijo:
-¡Escríbale usted al señorito Juan!
-Le escribiré, pero va a tardar mucho en saber la noticia. Si ha salido de Cádiz, hasta dentro de un año
no vamos a poder tener noticias suyas.
-Entonces dígale usted a la señora lo que me pasa. A ver qué quiere hacer conmigo.
La pobre muchacha me dio lástima. Se entregaba a su suerte adversa, como un cordero que llevan al
sacrificio.
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La venta de la ternera
Capítulo III
Yo insinué varias veces, hablando con doña Celestina, después de comunicarle lo que ocurría a la
muchacha, que debía dar cuenta a su hijo de lo que pasaba con la Shele; pero comprendí que era inútil y
que estando en su mano no había de hacer nada con ese fin.
Sabía que Juan de Aguirre navegaba en la derrota de Cádiz a Filipinas, pero ni la Shele ni yo pudimos
averiguar en qué barco. A pesar de todo, le escribí, y la carta no debió llegar, porque no tuve contestación.
Mientras tanto, doña Celestina y el vicario habían decidido casar a la Shele. Como sabes, aquí los mat-
rimonios que se hacen entre la gente del campo, atendiendo sólo al dinero, se llaman la venta de la tern-
era. En el caso aquel no era la venta corriente, sino la de una res estropeada y enferma, y había que dar
mucho dinero encima para sacarla de casa.
-Nada, hay que llevarla de aquí cuanto antes -dijo el vicario-; que vaya a vivir a otro pueblo o a un caserío
lejano, y nadie tendrá en cuenta si la criatura ha nacido antes o después del plazo legal.
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