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donde tomaba té y hablaba horas enteras sin
cansarse, relatando todas las historias habidas y por
haber; estaba como soldado a ella, y de este período
de mi vida nada se me ha quedado tan vivo en el
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recuerdo como la imagen de aquella vieja afanosa, de
inagotable bondad de corazón.
A veces, mi madre se presentaba por breve
tiempo en casa; orgullosa y severa, como el sol de
invierno, lo miraba todo con sus fríos ojos grises y
en seguida desaparecía otra vez, sin dejar en mi
recuerdo ninguna huella honda.
Una vez le pregunté a mi abuela:
-¿Eres hechicera?
-¡Qué ocurrencias tienes, niño! -me dijo
sonriendo, y añadió reflexivamente-: No, no; la
hechicería es una ciencia muy difícil. Yo no sé ni
siquiera leer... El abuelo sabía mucho de libros, pero
a mí la Madre de Dios me ha negado ese saber.
Y luego descorrió ante mí otra punta del velo
que envolvía su vida:
-También yo me crié huérfana, como tú; mi
madre era una pobre sierva y, además, lisiada.
Cuando aún era moza, su amo le dio una vez un
susto terrible y de miedo saltó de noche por la
ventana y se estropeó el hombro derecho de tal
manera, que el brazo se le quedó paralizado. Era una
encajera de primer orden, pero ya no podía valerse
de ella su amo y por eso le dio la libertad: "Vete
donde quieras -le dijo- y vive como quieras". Pero,
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¿qué iba a hacer ella no pudiendo valerse del brazo
derecho? Por eso no le quedó más remedio que
echarse a pedir limosna. Antes, la gente era más rica
y mejor que hoy. Los carpinteros de Balajna, por
ejemplo, y las encajeras eran unas personas
buenísimas. En otoño y en invierno mi madre y yo
íbamos a pedir a la ciudad; pero tan pronto como el
Arcángel Gabriel expulsaba con su espada el
invierno, y la primavera tomaba posesión de la tierra,
nos íbamos por el campo, adonde querían llevarnos
los pies. Estuvimos en Murom, en Yuriev, en el
Volga alto y en el tranquilo Oka. En primavera y
verano es muy hermoso vagar así por el campo, que
está entonces muy hermoso y la hierba parece
aterciopelada; la Santísima Virgen salpica de flores
los prados, y todo es serena alegría, y el corazón se
ensancha de júbilo. Entonces, cuando mi madrecita
cerraba sus ojos azules y entonaba una canción, todo
en torno callaba y todos la escuchaban. Su voz no
era fuerte, pero tenía un timbre muy agradable, y
todos la oían gustosos. Era hermosísimo vivir así de
las buenas dádivas de las almas cristianas. Pero
cuando cumplí los nueve años, a mi madrecita no le
pareció bien que yo anduviera por el mundo, pues lo
consideraba vergonzoso, entonces se estableció en
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Balajna. Allí iba, de casa en casa, pidiendo limosna, y
los domingos mendigaba en las puertas de las
iglesias. Yo, mientras tanto, me quedaba en casa y
aprendía a hacer encajes, y me esforzaba cuanto
podía para ayudar lo más pronto posible a mi
mamaíta. Muchas veces, lloraba cuando algo no me
salía bien en seguida. Pero, al fin, cuando hubieron
pasado así dos años, aprendí el oficio y llegué a
hacerme famosa en la ciudad. Cuando alguien quería
un trabajo fino, venía a nosotras: "Ea, Aquilina, pon
los palillos en movimiento". Yo me sentía muy
dichosa entonces y aquello era para mí un verdadero
día de fiesta. Claro que no era yo la maestra, sino mi
madrecita, que, aun no pudiendo trabajar con el
brazo derecho, me lo enseñaba todo muy bien.
Muchas veces, una persona que sabe enseñar así vale
más que diez que hagan las cosas. Yo, no creas, era
muy presumida, y le decía a mi madre: "Ahora ya no
necesitas pedir limosna, mamaíta, porque yo sola te
mantendré". Y a esto me decía ella: "Bueno, hija
mía; pero ten en cuenta que lo que ganes será tu
dote". No tardó en presentarse tu abuelo, que era
entonces un real mozo, de veintidós años nada más,
y ya capataz de los sirgadores del Volga. Su madre
me había echado el ojo, porque veía que ya era
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laboriosa, y como era hija de gente pobre pensó que
sería una esposa obediente para su hijo. Tenía una
repostería y era muy mala... Pero no debemos echar
en cara la maldad a las personas, porque Dios ya ve
que son malas y, sin duda, no las inspira Dios, sino
el diablo.
Y prorrumpía en una risa cordial; su nariz
temblaba de un modo muy cómico y sus perspicaces
y claros ojos, que me miraban acariciándome, me
decían más, mucho más, que todas sus palabras.
Recuerdo ahora una noche tranquila en que mi
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